En el mundo de las artes hay cabida para muchos estilos, muchas maneras de hacer las cosas diferentes, donde un artista plasma sus ideas en un formato. Unas ideas que deben desarrollarse, pueden transformarse, incluso descartarse al no alcanzar la visión con la que se pensó en un primer momento. El valor de una obra de arte, además, puede variar dependiendo de la mano que la ejecute.

Están apareciendo inteligencias artificiales como Dall-e o Midjourney, que están cuestionando si los artistas digitales pueden ser sustituidos. Estos software se basan en la creación de imágenes a través de descripciones que los usuarios introducen. Buscan a través de miles de imágenes y realizan una composición acorde a las palabras.

Bien es cierto que la capacidad que tienen estas IA es una auténtica innovación, pero no puede sustituir la creatividad a base de instrucciones que puede desarrollar un artista. O, al menos, no sin requerir un proceso laborioso de descripciones sin capacidad de variación o rectificación durante el desarrollo del mismo. Es más, esto puede producir un efecto contrario a lo que se presume, gastar más recursos de los necesarios.

Las empresas que no inviertan en verdaderos artistas tendrán resultados sin alma, sin visión y desconectados de la realidad en la que vivimos. En definitiva, trabajos que podrán tener una calidad mejor o peor, pero carentes del espíritu que impregnan los verdaderos profesionales del sector de las artes.